Al entrar en el bar, las puntas de las
albahacas se entremeten y sale del agua- cuál agua- aquella nariz con que soñarían
los dioses para otorgar el mejor olfato. Jaras. Saúcos. Celindas. El amarillo
de la retama de los tintoreros. Y cuando al trago le doy su soborno para
acordarme de los hechos, la madera es un resbaloso tanteo ante mi apoyo por las
cosas, menos el codo, doblado en la sombra de un arce, su envés retomado,
apuntando al piso,
a este exordio, cuando me pregunto si sucumbirán
mis dechados y lecturas, mis estertores o algo parecido a intentar levantarme
de aquí hasta la siniestra maniobra de salir por la puerta. Porque si hay algo
definido en todo esto, se me aparece esta everlasting pucha, cabrona ansiedad,
a una cuarta de la Parálisis y acepto, por jurar, que esto no pasará otra vez,
a menos que deje de admitirlo ahora mismo, y haga responsable a este fulcro a
medio hígado enhiesto sobre mis actos y detalles menores, cuajándose común y
triste en mis redes amorosas.