Ecce Homo (1502) y Andrea Mantegna |
Cuando le vi (por vez primera) asomaron los azabaches, tramas viajando al lado de un séquito, y equivocado me secreteé que si fuera Ester le fundiría. Y. Por metraje una oreja de oro. Tallada la esfinge de mi nombre. Me abandonaría en el álveo que desemboca al ser hasta el loto del olvido. Con ello, todavía, un azabache en su mirada, insiste colgarse, su cuello, y sobre mí el temblor cuando parpadea –intermitencias donde se trocaran la numérica, Elías, y el caos. Cansado, y sin dar espacio a mis miedos, pulsé “no iré a Europa este verano”. Y sucumbí con la mirada hundida en el pasar de aguas y Manhattan. Estaba vacío. Y al fin y al cabo no quería contestar sus lágrimas que desde la más confinada estación me daban poder sobre ella. Aflojé porque era Purim. Seguí la trama de los rascacielos (argentados) hacia el arco donde se reúne un asunto de Andrea Mantegna y otro de Andrew Wyeth. Sin recurrir al fanfarroneo del dolor, y o Egipto, decidí asumir lo de siempre.