Empiezo sacándome una muela. La pido de recuerdo.
Pero, como no vivo en el tercer mundo, me la niegan. Me sugieren que le tome
una foto. En la bandeja, dos las raíces trozadas, acabadas de abandonar el
hueso, todavía parecen tener vida. Nada que ver con lo que se veía en la radiografía.
Unos chiles negros y grises. Entonces. El Doctor desmiente cuatro sutilezas. Eso
es importante cuando te sientan. Te jeringan anestesia y La Ayudante Azul trae
papeles para firmar ante La Gran Duda. La Firma absolverá al Equivoco, al Riesgo.
Me rio. Le digo a El Doctor que sentar a un hombre anestesiado para sacarle La
Firma es un acto barbárico. Balbucea porque tiene otro instrumento que necesita
ponerme dentro. 47 minutos más tarde, me muestran un video bilingüe. Mientras me
arranco el babero, me seco los bigotes empapados de saliva en lo que busco los
lentes, El Doctor, ya cerca de la puerta, habla con alguien en su casa y le
oigo decir Refrigerador. La Ayudante Azul se le olvida darme hielo, me pone un
papel delante que en negritas instrucciones dice NO….. y otro párrafo SI….. El
video continúa. El Doctor me da la mano. No sé qué mirarle a este hombre. El
lado derecho de la cara es oblongo. Deforme. Y no es que esté hinchado. No
parece tener frentes, ánimos, estructuras sanguíneas y óseas. Asiento ante La
Secretaria que me pide 664 dólares. Saco tarjeta de crédito. Pago la mitad.
Calculo que, si la infección me mata, tendrá El Doctor que vender mi dídima muela
a la Universidad de Columbia, según dicta su diploma, para recuperar pérdidas. Y
así, una vez más, llegue yo o parte mía a ese santuario de la educación. Donde en
sus escalones una noche besé a Cotila, embalsamado por el verano aquel de los 8
xestes diarios de vino, y a los cuales no volví hasta el día que escuché leer a
Kozer “No sé qué es el cabrilleo de la luz al mediodía en un canal de agua…” a
casi mis 57, y esa misma tarde Blas y yo ensalada y Albariño, haciéndole tiempo
a la lectura para atisbar las tripas, cerca de las afamadas escaleras, en uno
de los tantos bares donde la gente que va a escuchar poesía se sienta uno
frente al otro, educados, alineados por los libros, seguros de lo que pedirán, tal
vez a punto de compartir un tropo, un poema, un tipo de frontera, allí su
título ya dividido, su carie hasta el fondo en ese hueso de los orgullos que
infecta y atestigua el temblor del flan de la envidia y la harta corrección de
una mesa como una muela rajada en dos. Y que aparecen, por magia de los
ventanales del bar, extraídos cuando se levantan después de pagar consumo.