domingo, 31 de octubre de 2010

Ataúlfo (410-415)

A lo sumo un revoltijo de huesos después de una noche
Armada de insomnio. Un extracto de un aroma casi olvidado
Entre las rejillas de un sueño que lo asaltó. “Ataúlfo…” esa voz
Admirativa para alguien que llevaría la comedia del mando,
La gloria de un nombre sobre una lápida, el juramento,
Y de ahí el abismo.

Uno no roba de un emperador su hermana sin pagar la codicia.
O sin de vez en vez tener en el sueño una pisada que marque
El futuro, aun cuando se sabe que todo terminará igual.
Pero insistía renacer aquel afán de poner linaje
Y exterminar el orden latino,

Darle fondo a lo baltinga, trayectorias de engendros
Que perpetuarían lo indigesto. Artimañas y goces. Son
Cosas de reyes. Cosas que empezaron y terminaron sobre
El paisaje galo. Tomaba entonces dirección Hispania
En el corazón de aquel hombre que huía de sí mismo.
Y tal fue en el primer sorbo en El Besós que distinguió el
Mons Taber en vez de la sangre que le perseguía.

No hubo pactos. Ni en los sueños. Y ningún sueño pactó
Entre sí. Sus seis hijos fueron contra el espejo el rostro
Del lejano reino de las madres, en ellos, la embriagante
Ánfora que le traiciona la lengua al consumido. Por eso,
Levanta o dibuja en el rostro de uno de sus hijos preguntas
Por gramos y ríe torcido hacia la mar. Tendrá algún nombre
El mañana, esta tierra, la espuma?

Con Dubio levantó la copa. Se diría que los rostros ambos
Bailaron en el priorato, en la fugaz peripecia de la traición.
El tuvo que saberlo. Entregado murió con cara de sorprendido.

Por lo menos, la luz le pasó un curso de blancura
A tan triste historia.

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