6 de marzo del 2012
Ostenta, entre algunos conocidos, que sus huevos pasados por agua le salen perfectos. Cuando uno lo escucha, jamás sospecharía que detrás de esos huevos, llevados a la delicadez, haya un experto en patrística. Calladamente se refunde con la muchedumbre de marzo. Cruza la 5ta. Avenida y la calle 42. La tarde con sus sacarinas lo encandilan, le corre por la piel una sensación tan espantosa que tiene que sentarse en los escalones de la biblioteca de Nueva York. Por allí pasa el mundo. Concibe. Se lo asegura. Le hubiera gustado entrar en la catedral de San Patricio Si me hubiera hecho el propósito. Propósito. Y se lo dice en voz baja. Caminar por la oscuridad y dirigirle la palabra a San Reinaldo en esta hora de esplendores cuando la luz, a esta altura del invierno, ya cambia y el cuerpo se anima, y el animal se transforma. Si lo hubiera hecho, y puede escuchar a una pareja de turistas que pasa discutiendo a gritos, desde uno de los bancos traseros observaría a Santa Camila (resplandeciente) con sus pliegues rosados aguantado la pesada cruz que arrastrara San Expósito hasta el momento de su expolio. Y él, desde allí, descansaría, de la ocupación del día. Del bullicio y el corre corre. Nada como sentarse y refrescarse en los bancos de una catedral. Abrirse un botón o dos y dejar que el frescor y la humedad le lleguen hasta las tetillas. Y desde luego, mirar a la gente entrar y salir sin saber que buscan. Folletos en mano, mirada alzada, imantados por los brillos del altar o por los abundantes racimos de flores (blancas) frente al púlpito, justo donde parece caer una luz mágica y desoladora. ¿Será ese gusaniento espanto que siempre lleva en el pecho que no le permite ver más allá? Es la vieja incógnita. Durante los años universitarios, y después en el seminario, la voluntad se le perdía entre la gente. Y su devoción por las historias místicas le fue cobrando momentos tortuosos. Todavía puede ver frente a él, en la mesa de la biblioteca del seminario, el viejo pergamino con un dibujo de Santa Gertrudis de Menetras, rostro al cielo, túnica miel y carmesí. Qué belleza. Había quedado conmovido por la insistencia con que aquella mujer pudo afrontar las trampas y los escondrijos del alma para aflorar en la cresta de la piedad y los altares. Allá en el fondo, le aterraba toda devoción. Lo que tenía que transitar por la terminal desierta de la confesión. Y sobre todo, abominaba la entrega. El lodazal de las cegueras momentáneas cuando la fe flaquea y esa voz escondida en los propósitos divinos se convierte en un sello del silencio. Cómo batalló. Perpetraba sus mejores dudas en las noches. Las codiciaba. A veces, en el momento antes de caer en el sueño, imaginaba en variantes, que bajo la sombra lunar de una haya leía con La Santa Teresa de Bernini, a quien tanto deseaba, y le ajustaba sobre sus poemas unas esteras que se elevaban directamente, de entre sus perniles, hasta la presencia del páter. Ahora, sentado en la escalinata, entre los dos leones de la biblioteca de Nueva York, y que respigan aquellas noches, se le asienta, en el cielo de la boca, la sed en medio del incesante tránsito. Una sed muy parecida a las de aquellas batallas nocturnas. Mira hacia su derecha (downtown) y calcula que el bar McCoy’s está a nueve cuadras. Es cuando mira su reloj que el deseo se le aparece en la forma perfecta de un vaso de cerveza. No pierde la serenidad. Antes de levantarse, ve el sudor transparente que rueda desde la boca (espumosa) y baja engordando hasta el culo. Franziskaner Weissbier Dunkel. Concluye que sería una hermosa manera de violar la ley de pureza bávara.