martes, 9 de mayo de 2017

Retrato

Untitled (Detail from Seagram mural sketch) 1959, Mark Rothko

En el esquinero aborda el ejemplo de una pieza que se pincha el alma. Encima un retrato mío aparece de perfil. Pelo claro y retocadas trazas de acné. Debajo del esquinero libros (Gombrowicz, Lee Masters, Rojas, Kozer, Malamud) clavados en el linóleo por el peso de una montaña de viajes, la acidosis de hipérboles, y olores acumulados sin par: aceites y viandas, sardinas escandinavas, huevos, ramen secos, la tonelada de vacíos, catalogados por regiones y denominaciones de origen. Y un sacacorchos.


En dicho retrato vive todavía un tiempo sebáceo. Las argollas del salitre, un puntaje que me hacía perder el equilibrio, el domino de mí mismo, un joven en completa armonía con su inexperiencia, y sobre todo porque la duda era un aparato que empujaba sin el manubrio de lo sobrio.

Cómo llegué a estar plantado ahí, memoria de un muerto, es culpa de mi madre. Y de los demás, que le han permitido al rostro de aquel muchacho continuar insistiendo con lo que ni siquiera hoy es una mirada/ un ojo (izquierdo) de ausentes tintes que se arrima al rojo que desobedece a Rothko.

También culpo al descuido. A las fortunas que a veces en el tiempo se recogen en la vanidad. Ese marco desairado. Culpo al estanco. A la cuenta por restarle deudas a las tripas, digiriendo vergüenza por distancia. Y por dentro, a la ambivalencia que no importa ser ni asunto ni tiempo. Y quizás pudo resistir en su inútil gravedad gracias a dos esquinas con cuatro patas en vez de dos piernas y dos mujeres, tres hijos y cuatro nietos que ahí no aparecen. 

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