miércoles, 13 de septiembre de 2017

La Vecina

Fernando Botero

Qué hubo con La Vecina y su aparato de raros estampidos debajo de la vibración del huevo frito a las siete de la mañana entre cada rendija pidiendo sal, o, mejor, qué hubo con las mañas de quien batalla el polvo en las esquinas de las paredes en busca de un infierno esterilizado y

La Vecina, a brochazos butíricos cada kilo al balancearse, escalera abajo con una sonrisa polisémica camino al trabajo, al borde del pico de una rapiña, casi sin ganas bajo sus inmensas grasas, educada, medida, cortés y despaciosa, saluda.

Y afuera. Cuando quiere llegar a los sitios, ininterrumpido ascenso, tarde o temprano, más bien se sienta, y se asegura que no sea posadera de plástico o color blanco el plástico o un respalde que ceda. Y seguidamente se le nota que hubiera cruzado, suspiro y mirada, la pierna derecha sobre la rodilla izquierda. Pero, hace ya más de una década cuando podía mirarse los tacones. Los negros favoreciéndola. Los calcetines finísimos.

Y sus compañeros la admiran. Ella y los demás están casi seguros que la respetan. La llaman por su apodo. Porque es cariñosa y sin caprichos, le ha explicado la que trabaja detrás de ella, la que tiene un hijo en el ejército, y se cambia los tacones por unos tenis antes de irse a casa. Y le asegura, Que ella (La Vecina) no exagera nada, que no recorta, que no se entromete. Y se lo profesan con la más afable levedad de una póliza a pesar que nadie la invita y a nada la invitan. 

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