La entrada sin más. Una puerta en Pearl Street. Y al entrar, las mustias dianas de los años. Oscurece el mediodía. Baja el renglón de las caobas y se resbala por los pasillos. Vericuetos. Hasta el bar que se aprieta contra la pared repleta de botellas. El bar: manoseado. Sin lustre. El barman se extiende sobre todos los tubos, botellas y vasos. Primero: la tarjeta de crédito. Y por lo demás, la gente transita turista. La cerveza mediocre fluye mientras la tarde por el ventanal encandila. Uno piensa que aquí los próceres de este país estuvieron presentes durante un tiempo cuando el quehacer de un nación estaba en juego. Y al mirar alrededor, se pierden esos fantasmas, se ligan con otro tiempo donde apareceríamos si no fuera porque en los espejos presentes nos definimos. Ahora las puntas de los líquidos y el rumor de la conversación se adentra en este presente de una nación en peligro. Parece que nadie se entera que este momento nos escucha y hace eco mientras todos, de a poco, desaparecemos. El rumor persiste. Y debajo del umbral de las banquetas los comensales miran alrededor en busca de lo perdido. Nada. Aquí Phil Collins airea una canción Against All Odds. Y nos envuelve, casi, ese reflejo de una nostalgia que no se entiende así misma. Y el bar se anima. Es réplica de lo que la gente quiere que sea. Se abre el boquete, ahora, en este preciso momento, de otras voces olvidadas.

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