domingo, 30 de octubre de 2011

Marranas 29



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Hace días que en el refrigerador los verdes, al lado del apio, se han convencido de la necesidad de ser amarillos.  


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Me persigue la agitación de las ramas. La funda ceñida en los cables. Enumero los días que le faltan a octubre sin saber que decir.


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La simpleza del espacio. Una marea de verdes escogidos. Tres ventanas de una casa. Y la espera de noviembre.


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Papayas. Sueño que resbalo y caigo. Me despierto. En la lucha vuelvo a resbalar con otra papaya.


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Una pestaña doblada entre las páginas de una historia donde la heroína se queda dormida en un diván con el pulgar en el capítulo tal.

viernes, 28 de octubre de 2011

(La) voz (los pétalos de Ezra Pound)


28 de octubre del 2011

Y cuando digo (la) voz (los pétalos de Ezra Pound). Una aparición de esas. Incompleta. (Por). Una incontrolable catarata de sinónimos y antónimos desciende parecida a las condiciones de la esperma. Sálvese quien pueda. Y un rastro, la baba que queda del caracol, cruza la distancia entre esto (y) el timbre de la voz (y) yo (y) lo otro. 

Repica un tamboril de fiestas. El rumor en los bares cofrades de Sevilla se estanca. Mantienen su posición atenta los cuerpos encerados (polvo en los hombros) de las efigies de las vírgenes todavía.  Bajo el efecto de Coriolis el (amarillo (amargo) deseo de la manzanilla gira. Esto, sin margen, enumerado e incompleto, se suma (fractal) cuando digo (la) voz.  

jueves, 27 de octubre de 2011

Marranas 28


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Esta borrachera contiene algunos ingredientes de sorpresivos valores matemáticos. Por ejemplo. Su peso no está conectado a su estado de gravedad.

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La Parálisis llegó al más íntimo rincón de la sala. Allí leía J. Alfred Prufrock a las mujeres la noche cuando el niño Thomas corrió desesperado al baño.

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Los dos de amarillo contra los dos de azul. Juego de abrazos. Una contención de apretones y herbazal. Un agregado donde la tentación fríe dos huevos en el otoño.

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El aroma de las marranas. Cominos y naranjas. El crascitar de los pellejos. Y no me atrevo a pasar a la fase del cuchillo y el tul.

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No le avisan a los niños antes que se entreguen al verdadero ardor de los grandes deseos. Sépase. Está prohibido beber azufre y hacer el amor en el espinal.

miércoles, 26 de octubre de 2011

La voz de Elías Canetti

26 de octubre y el 2011

Mit der Rückkehr in eine Umgebung, deren Hauptkennzeichen Ruhe und Enthaltsamkeit waren, wurde das, was man sich brachte, das Erlebte, dringlicher. Wie immer man sich zu verlangsamen und zu beschränken versuchte, das Erlebte gab einem keine Ruhe.

Ich versuchte es mit langen Gängen, an denen nicht viel Auffälliges war. Ich ging die lange AuhofstraBe von Hacking nach Hietzing und zurück und zwang mich, dabei nicht zu rasch zu gehen. So meinte ich mich an einen anderen Rhythmus zu gewöhnen. Hier sprang mich an keener StraBnecke etwas an, an niederen, einstöckigen Häusern entlang ging sich’s wie auf einer VorstadstraBe des vergangenen Jahrhunderts. 

Manga me lee como a un niño. Su voz se desliza con la suavidad de una sábana limpia. Transparente como el cloro. Entre sus sílabas, la voz de Canetti (almacenada) transcurre por un largo pasillo cuando cierro los ojos. La voz me ha tocado La Parálisis donde, como un adorno (alemán) de madera, siento mi cabeza descansar en el vientre de Manga y creo que se abre algo en mí que jamás entenderé. Mientras lee, me toca el pelo con un gesto indescifrable y de perpleja pequeñez. Su voz avanza por un terreno de susurros. Se aloja en la curva que hace un tranvía antes de desaparecer en el vagón de la memoria. Y deseo dormir. Poner una larga pestaña como marcador cuando termine esta oración. Y extraviarme. Al menos, en una multitud de palabras sin formas, volver a la garganta. Y bajar. Bajar. Bajar al principio por el cálido intestino de Manga.

martes, 25 de octubre de 2011

La Parálisis

25 de octubre y el 2011


Isabel quiere un anillo. Y tiene que ir a buscarlo. Lo peor. Quiere que la acompañe. Para que sea yo testigo de su circunferencia y circunstancia. Ella no tiene idea cuánto me pesa.

Me pesa como una bola de cemento. Es por uno de esos agujeros desahuciados por donde me ha entrado esa bola.  Simplemente me pesa arrastrar esta armazón. Los silencios.

La Parálisis apenas pongo el pie en la calle.  Me desintegra este viento de octubre que tanto me gusta. Y como se me hace imposible mover este momento, quisiera haberme quedado en mi cuadrilátero. Entre los nudos de Diógenes. En la página 142 de la poesía completa de Gastón Baquero.  MARCEL PROUST PASEA EN BARCA POR LA BAHÍA DE CORINTO. Donde dice Silencioso Anaximandro. En el margen de la derecha.

jueves, 20 de octubre de 2011

Fuga

20 de octubre del 2011

Anoche. En Andy’s Corner Bar me sirvieron la cabeza de un perro y la cabeza de un pescado. Fue una de esas fugas por donde no hay nota que se expanda. En la victrola quise buscar a Bach. Pero ya me han repetido mil veces que en la victrola no lo voy a encontrar. Y me conformé con Frankie Valli y su voz de castrati.

Cuando estaba orinando en el baño del bar entró, por la ranura de la ventana, un cierzo y me sentí feliz. Y no supe por qué me quedé allí más tiempo. Tal vez la felicidad me detuvo. Me senté  en el inodoro a esperar. Tampoco estoy seguro si esperé porque quería que parara de entrar. Que afuera se detuviera la razón por la que soplaba. O. Y. Si estaría allí sentado hasta que alguien derribara la puerta en mi búsqueda y me escoltaran a mi banqueta frente a la cabeza de un perro y la cabeza de un pescado y, en ese tramo hasta mi sitio, sería incapaz de verbalizar lo que había sucedido (la felicidad) (el cierzo).

Y hubo un borrón. Cometí el error de tocar la caoba fría y oscura del bar. Fue una sensación tan fatal que tuve que irme a otro borrón. Al final de un largo espacio de cosas que hice y quise decir, he puesto una botella de agua al lado de mi colchón. Me tiene preocupado una sabana llena de jirafas. Se mueven de derecha a izquierda en la pared del cuarto. Cuando las miro con el rabillo del ojo, lo que se mueve es el amarillo opaco de la pared con sus parchos de humedad. Tendré que pintar en abril.

martes, 18 de octubre de 2011

Marranas 27


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Letrero infernal. Elijar, entre vítores y vapores,
Lo que siempre le perteneció a los cuerpos.

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El estaño de la piel. Frío entre los folios de mis miedos.
A veces quisiera saber si sería posible suputar cada uno de esos poros.

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La vida se expande con sus momentos narrativos. Los escondites de
Extraños verbos me extravían. Esta tarde me aborda incomprensible.

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Una mano sangra en la cocina. Porque en
Un restaurante no se explica el barniz de las delicias.

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Caigo en el sosiego. Digo Ederra en medio de un brezal.
Cuesta abajo, dando saltos, se aleja un toro envuelto en manchas.

domingo, 16 de octubre de 2011

Viaje a Knoxville (El Regreso)

16 de octubre de este 2011

El regreso. Me parece excesivo dos días de estancia en una ciudad como Knoxville. No niego que la compañía familiar me llena de esa causa por la que respondo a la ternura e inmediatamente, después que dicha ternura se tonifica, necesito partir.

Sentado en el vuelo hasta Charlotte he vuelto a caer prisionero de la ventanilla, y se ha sumado a ello un estado de erotismo mayor. Una tensión interna me desplaza y me crea un hueco. Una cisterna. Una sensación de una posible imagen con un oscuro deseo, algo tan anamórfico, que me aparece un herbazal infinito. Una cabellera suelta. Unas ondulaciones hasta al fin del viento. Allá. Donde se une con el azul y las nubes. La ligereza. Y se convierte en piel recién mojada por la hierba. En aguas (genésicas) que rebotan dentro de mí.

A mi lado han sentado a una joven de unas 400 libras. La han traído en una silla de ruedas. Dos asientos para ella. La azafata le ha buscado una extensión para atar todas sus protuberancias antes del despegue. Esta vez, quedo firmemente parapetado contra la ventanilla. 

Nubes. Muchísimas. La lluvia contra la ventanilla deja lágrimas pasajeras. Y como no me gusta esa línea, me digo que la lluvia no debe describirse, y mucho menos con fluidos del cuerpo. La lluvia es lo que es. Y tal vez, a esta altura, ni siquiera se llame lluvia. Debe ser una nube acuosa. Un volumen vaporoso. Una inmensidad sin distribuir que necesita caer por su propio peso. Un cuerpo como el de esta joven a quien busco la manera de desatarla de su asiento. 

No. Me pide que la ayude a liberarse de esa correa que le abulta las masas de la panza. “Would you mind helping me?” A tientas, resbalo sobre ella. Huele a cariofilinas recién cortadas. Hasta que encuentro, debajo de lo que aparenta ser sus muslos o sus nalgas, el broche del cinturón. Me da las gracias con su acento exagerado y sureño. Tiene una sonrisa sincera. Ojos hipnotizadores. Tienen ese gris de la pantalla de mi MacBook Air. Le quiero sonreír y no puedo. Sus ojos MacBook Air están clavados en el bulto de una erección.

La transparencia. Ante la mirada de ambos, su mano izquierda (hinchada y tibia) entra en mi bragueta. Sin prisa. Sin prisa me saca al aire. Sin prisa. Uñas cuidadas. Uñas rojo cundeamor. Su puño gigante me estrangula con una seguridad implacable. El avión entra en una turbulencia. Sin prisa. Su control me desvanece en la vibración. Sin prisa. La cabina se queda sin oxígeno. La presión intensa del puño me paraliza. La joven sin mirarme gruñe. De entre sus gruesos dedos veo que le salen unas espesas gotas de engrudo. 

What would you like to drink, Sir?” “Water, please”. “And the young lady?” “A coke and a cleanex, if you dont mind”. 

El avión se estremece una vez más al traspasar una cortina de nubes. Luego, ya por debajo de ellas, se puede divisar, en miniatura, el centro comercial de Charlotte. El avión rugue y en pocos minutos golpea la pista. Algunos aplausos esporádicos. La joven ha palmoteado tres veces. Y el avión se desliza como si pesara más. De mi parte, siento un gran alivio llegar a esta escala. Tan pronto llegue al aeropuerto, le enviaré un texto a mi hija y le informaré que he llegado a Charlotte sin novedades.  

viernes, 14 de octubre de 2011

Viaje a Knoxville (Market Square)

14 de octubre y el 2011


Market Square. Es una plaza chata. No tiene monumentos. La placa del texto de Cormac McCarthy está en la parte norte y a ras del suelo, cerca de una tarima que más bien parece la de un anfiteatro sin terminar. La ves cuando la pisas. El resto es un rectángulo de pequeños restaurantes y bares. Algunas tiendas de ropa barata y bisutería. Es un sitio descolorido, sin alma, y donde domina el ladrillo.

Hoy hay una tremenda conmoción. Es Hola hora latina!  Así mismo como lo acabo de escribir. Han aparcado, frente a las tiendas, quiscos de todo tipo. Y cada uno enarbola racimos de banderas de Latinoamérica y España. Me pregunto por qué me ha tocado este día. Batman me explica (vehemente) que él es quien ha organizado el festival. Que ya era hora de Hola hora latina!  Me ataca el silencio de siempre. Ese tanque donde me sumerjo y se me corta la respiración. Desde mi asfixia, que también es la plaza con su historia embadurnada en dos o tres platos típicos, los aires se llenan de ese olor inconfundible cuando la grasa y la masa entran en el cuadrilátero de los fuegos y se levantan los aromas de las carnes y los condimentos del Nuevo Mundo. 

Batman, cerveza en mano, intenta explicarme algo de la importancia de la existencia y la convivencia. Y, por un segundo, la cara de Batman, que es tan similar a la mía, se distorsiona y parece la de Benedetti. Y no me entero cómo, pero concluye, y bebo tres largos sorbos de cerveza, que este es un momento importante para reclamar quiénes somos. Pienso y titubeo. ¿Batman y Yo? ¿Los latinos quiénes son? En la punta de la lengua aquella canción de Serrat. Lo del Sur. ¿Aquí también existe? Y le tiro una ojeada a su rastro, a esa vaga forma de empanada, tacos de carne y pollo, guacamole, mole, alfajores, frijoles fritos y negros (gringuitos), tamales en hojas de plátano, y una gama de olores inciertos. En apariencia, este estado tácito de la geografía logra reducir cualquier conflicto a una actividad digestiva. Así este eslogan mal escrito puede ser digerido por los nativos de Tennessee en una rápida conversión. Un trámite. La cara inexistente de los que truecan dinero por comida típica cruza la frontera de la verdadera indiferencia. Allí, detrás, nadie los mira. El gentío se concentra en comidas y precios. A cambio, los quiosqueros solo oyen las órdenes y las manos que ofrecen el dinero. Ahí el gran intercambio cultural. Qué cojones. Me vuelve la misma imagen de anoche. La carreta con frutas. Los transeúntes (grises) que alguna vez trotaron en esta plaza e impresionaron a Cormac McCarthy. 

Camino con Batman entre el gentío. Parece que todo Knoxville lo conoce. Empanadas colombianas. Más cerveza artesanal. Un tamal de cerdo guatemalteco. Música a las tres. Habrá flamenco, salsa. Lo de siempre. Sin querer estoy frente a un pabellón. Una señora me descarga un discurso cultural en su inglés. A Batman todo el mundo lo conoce, y aunque se parece a mí, la señora no se entera de nuestro parentesco. No sospecha mi latinismo, mi hispanismo, mi panamericanismo, mi españolismo, mi castellanidad, mi espiquismo. Ni siquiera sospecha que podría haber sido Robin. Entre explicaciones incoherentes me muestra fotos familiares, cartas, artefactos culturales. A un costado de la mesa veo una guitarra sin cuerdas y niego sumergirme otra vez en el tanque. Pero lo que me entra por los poros es tal tristeza que creo voy a vomitar. Un sudor frío me sube por la garganta. El tamal guatemalteco (ofendido) se me asoma en el esófago. Creo fallecer ante la imagen de una maraca y una carta enviada desde Nueva York a Ciudad Trujillo. ¿Qué pasaría si aquí me doy por vencido? O. ¿Y si vomito bajo la mirada de Batman y el gentío? La imagen la empujo bien adentro como lo hubiera hecho La Salamandra. Bien hacia el centro, donde la empanada colombiana y el desayuno de Petes van rumbo al canal de mis mierdas.

lunes, 10 de octubre de 2011

Viaje a Knoxville (El Desayuno)

10 de octubre del 2011

El desayuno. En el restaurante Petes las grotescas porciones vencen a los tímidos. Aquí no hay dietas. Cada plato sería capaz de alimentar por dos días a una familia de seis. Los clientes esperan pacientes las enormes porciones con sus utensilios enrollados en servilletas de papel. Por encima de todos, el tañer de platos, tenedores y cuchillos, plásticos y líquidos, voces que entre la cocina y el comedor se mezclan en una sola voz rugiente, descienden y se posan en la mañana de los cuerpos como una alarma gastronómica. Y sin embargo, muchas parejas, en su mayoría pasados de peso, comparten un silencio íntimo que se concentra en el movimiento rítmico de las quijadas al masticar. Otros son tragados por la conversación penosa y reservada que se diluye en la totalidad cúbica del espacio.

En el mostrador pido el especial de dos huevos (blandos y fritos) con chuletas deshuesadas, papas a la sureña, tostada, mantequilla, pimienta, sal, azúcar, café. Todo bajo la paciente y maternal mirada de mi camarera, la cual, lápiz en mano, apunta decidida mi pedido. Una sonrisa. Y  a mi derecha, un señor se sienta con otra sonrisa más pasajera y comprometida. Abre un diario delicadamente. Parece haber una sincronización general. La gente se mueve gentil, amable. Y me atrevería a decir que los saludos matutinos son genuinos. Y creo, que sin quererlo, comienzo a desconfiar.  

El sitio está poblado de logotipos de la Universidad de Tennessee. Camisetas, gorras, sudarios, carteles, itinerarios, fotos. Es un culto naranja a la letra T mayúscula. Anoche, Alicia me había dicho que los Volts o Volunteers eran la obsesión deportiva de la ciudad. Pero como estaba borracha no creo que haya entendido mi argumento en cuanto a cómo se manifiesta la carencia de identidad en un excesivo tribalismo y cómo en nuestra modernidad los medios televisivos logran entumecer los cerebros con pequeñas rivalidades deportivas. Le dije al oído, porque la música estaba demasiada alta, que tal vez, por falta de un odio genuino, entregan esa energía vital a la trivialidad. 

Llega mi desayuno humeante. Me engolfa un estado de total tialismo. Quedo jadeante, panzudo, cansado ya por una digestión que durará horas. Agradecido, pago con la misma sonrisa con que me han servido. Salgo en dirección a la plaza de Market Square donde está el texto en bronce de Cormac McCarthy.

sábado, 8 de octubre de 2011

Viaje a Knoxville (El Hotel Oliver)

8 de octubre y el 2011


El Hotel Oliver. La madrugada y las estrellas han sido reemplazadas por la humedad. La luces se mueven bajo la intensidad del ámbar. Cruzo la plaza de Market Square que tiene un texto de Cormac McCarthy grabado en bronce. Me tambaleo sobre él. Me asalta la imagen de una carreta llena de frutas. Gente que se mueve gris en el tiempo. ¿Qué se puede decir en bronce?

Batman me ha dado las llaves de la puerta del hotel. A media luz, el lobby tiene el desgaste del tránsito humano. Enmascara en la decoración un tiempo inexistente. Una fórmula. Tiento algo que no lo puedo expresar. Los sofás veteados en tapicería de grandes hojas verdes. Maderas opacas. Hay un encaje en todo esto. Es fino. Entre el lobby y yo ha aparecido La Parálisis. Lo miro todo con tristeza. Del techo cuelga una araña con dos bombillas encendidas y que más bien parece huir hacia el techo. Creo de verdad que estoy triste. Pero no puedo pensarlo con claridad. Un olor rancio a aceite quemado se concentra según me acerco al ascensor. Y dentro, el olor es intenso, industrial. Casi sonoro. Como una máquina. Como la máquina de coser (Singer) de mi madre. 

El 206 está al fondo y a la derecha. Es un espacio parco. Cómodo. La cama es alta y tiene cuatro almohadas. Y apago la lámpara. Y es así como aparece en la oscuridad el rectángulo luminoso de una puerta a mi izquierda. Por las ranuras se cuela, como el olor que llega de una cocina, los quejidos eróticos de una mujer. La Parálisis. Como si a los 10 años estuviera bañado de sudor dentro de un mosquitero. Murmullos y quejas suman tres. Dos hombres y una mujer en un creciente acto de rechazo se asoman a un abismo de torturas. Y cuando aparenta que ya han caído en ese abismo, los engulle el silencio, y regresa el zumbido del aire acondicionado. También, en el momento justo antes de cerrar los ojos, a mi lado regresa el cuerpo blando y cálido, el aparatoso ensueño de los besos de la Venus de Willendorf.

viernes, 7 de octubre de 2011

Viaje a Knoxville (La Fiesta)

7 de octubre y el 2011

La fiesta. Los drogadictos y los alcohólicos, los desalojados y marginados, los olvidados. Esos adornos humanos de las esquinas urbanas, según mi hija, aquí son pieza de museo. Han desaparecido bajo la rectitud económica y el tácito orden moral que pone las cosas en su sitio para el bien de la prosperidad de los Prósperos. South Gay Street está vacía. Silencio. Miro hacia el segundo piso del complejo de condominios, y en el largo ventanal del apartamento, que debe ser el de mi hija, veo sombras moverse.

La puerta está abierta. Arrastro la Bi-Boss por un largo pasillo, y a mitad de este, la dejo contra la pared. Allí están todos. Disfrazados de súper héroes y extraños personajes, hablan como en un teatro de marionetas. El Hombre Araña. La Mujer Maravilla. Blanca Nieves. Súper Ratón. Batman y Robin. Batman se me acerca y de un salto me abraza. ¿Me habrá confundido con algún tipo de Robin? Por encima de la música escucho su voz. Papi. Gracias por venir. 

Me presenta a sus amigas. A La Egipcia. A La Mujer Araña. A Betty Boop. A Alicia. En un raro despliegue de camuflajes los trajes delatan tetas y panzas, culos y piernas de exageradas dimensiones. Creo que Betty Boop explotará en cualquier momento. Se ríe a carcajadas. Un vaso de whiskey con hielo. Las manos gruesas. Dos kilos de silicona y parece un sapo en celo. Todo un festín. Y cortés, entre dientes, halago la belleza local.

Me voy por el vino. Me siento cerca del ventanal. La luz exterior (ámbar) también se disfraza en esta sala. La noche pasará lenta y no sé que quiero pensar ahora que estoy aquí. Hasta que se acercan Reggie Jackson y El Dermatólogo. Uno lleva un afro y el otro, el de bata blanca, me acribilla a preguntas. Ya, cuando me los quiero sacar de encima, El Dermatólogo se instala en una pesadilla literaria. Me cuenta una anécdota de William Faulkner. Se me acerca. Faulkner desnudo. Faulkner escopeta en mano. Continúa acercándose. Faulkner borracho. Me pongo nervioso ante la cercanía de su aliento a Mississippi. Es La Mujer Araña quien me salva. Me toma de la mano. En medio de la sala (ámbar) bailamos en silencio a Luis Miguel. 

3:30 am. El apartamento se ha diluido en un estupor etílico. Las mujeres han descuidado sus trajes, se han quitado los zapatos. Las que quedan, poco a poco, les regresa al rostro lo otro. Los hombres, cansados de beber parados, se han derrumbado en los sillones. Y en un abrir y cerrar de ojos, la sala se ha quedado vacía y en silencio.

Batman saca una botella de moonshine. Brindamos por su cumpleaños. Bailamos un mambo de Perez Prado. Le escribo un poema breve y efímero en el cristal del ventanal. Nos alegra estar así. Juntos. Felices.

Si alguien hubiera estado parado en esa esquina de South Gay Street (4:15 am), hubiera visto con toda claridad que lo que digo es verdad. En el ventanal,  iluminados por el verde del semáforo, Batman y un  hombre se abrazan. Y por razones de obvias distancias, nunca hubiera escuchado cuando Batman le dice al hombre que lo quiere mucho.

martes, 4 de octubre de 2011

Viaje a Knoxville (La Taxista)

4 de octubre y el 2011


9 pm. El aeropuerto McGhee Tyson. Desierto. Las tiendas han cerrado. El único bar está apagando las luces. Cuando abro la puerta del taxi veo, por algún error, que la noche está estrellada. También veo a la taxista que intenta girar y me pregunta cómo estoy.

La taxista es gorda. La taxista más gorda del mundo. Detrás de ella, puedo ver sus enormes brazos que manipulan la pizarra del taxi con increíble destreza. Intenta girar el cuello, pero algo en ella no se lo permite. Vira el rostro 45 grados como si hablara con un pasajero imaginario en el asiento a su derecha. Y me hace la segunda pregunta. Saco del bolsillo el diario y le leo la dirección en South Gay Street.

La tercera pregunta aparece en el semáforo antes de tomar la carretera que nos aleja del aeropuerto. Le digo que soy de Nueva Jersey. Para limitar la conversación elimino condados y municipios. La cuarta me sorprende y le aseguro que hay playas en ese estado. Ella dice que su hermano (cambia de línea y pasa a un camión) tiene un bote y que durante el verano salen de excursión por el río Tennessee. Se divierte. Dice. Aunque no hay playas. Que un día quisiera ver el mar.

La quinta pregunta es una repetición de la tercera. Esta vez, la dice con ahínco e insinuación como si yo no le hubiera entendido aquella tercera e importante pregunta. Me irrita la quinta y sopeso la respuesta. Guatemala.  La sexta pregunta es inmediata y tiene un toque de sordera más que de incredulidad. Le veo los ojos, fijos en la carretera, por el retrovisor. Guatemala. Le vuelvo a mentir. 

Tengo la impresión que afuera se mueve la oscuridad. La luz verdosa de la pizarra del taxi le ilumina los enormes brazos. Oigo algo parecido al crascitar de una bolsa de plástico y el silbido que se escapa de las botellas de sodas. Pone las luces largas y me ofrece de la bolsa de Lay’s que ha puesto al lado de ella. No, gracias. Calculo que nos desplazamos a unas 50 millas por horas.

Era de esperar que la séptima llegara con un aire de descuido. A ella le encanta la comida mexicana. Burrirus y empanaras. Tengo que ir a México Lindo. Bueno y barato. La semana pasada estuvo allí con una amiga durante el almuerzo. El único día de descanso. Los miércoles. Nos pasa el camión que habíamos dejado atrás cerca del aeropuerto. Deja las luces largas contra la rastra que parece tener mil ojos rojos, color del cundeamor, ardiéndoles en la noche.  Después de doce horas consecutivas, seis días a la semana, uno merece ir a un sitio elegante. Esto último lo dice con resignación antes de la séptima pregunta. Y luego, se ríe. Y no entiendo por qué. Tampoco entiendo por qué ahora, y vuelvo a calcular, el taxi rueda a menos de 40 millas por horas. El camión ha desaparecido. La carretera y los letreros quedan fulminados por la luz larga del taxi. A los lados, oscuridad total. Profesor.

Le he vuelto a mentir. En la distancia diviso a Knoxville. Una curva larguísima nos acerca. Cruzamos un puente. El agua brilla con luces que no estoy seguro donde se originan. La taxista me asegura que ya estamos llegando.  

La octava pregunta. Hemos entrado en una avenida de doble vía. Luces ámbar. Letreros luminosos. La cartelera de un teatro de antaño que pestañea. Algunos restaurantes. El cartel de South Gay Street cuelga al lado del semáforo. Y noto que el viento lo mueve levemente y que detrás, en ese espacio negativo, hay varias estrellas. Esta vez le contesto sin pensarlo. Mi hija. Vengo al cumpleaños de mi hija. Y me dice, sin comentarios, en un ángulo de 45 grados, que hemos llegado.

sábado, 1 de octubre de 2011

Viaje a Knoxville (El Vuelo Charlotte-Knoxville)

1ro de octubre del 2011

En el asiento16A Rebecca busca (distraída) algún Atila en el agujero oscuro de la ventanilla. Se ha presentado (curiosa) por culpa de Fray Luis de León. La edición de la Banda Oriental. Oriunda de Lima, Ohio. Tiene el rostro alegre y joven. Maestra de kínder. @ hijos. Divorciada. Sus manos se mueven de manera que quieren atrapar las libélulas encerradas en este vuelo. Son unas manos rosadas. Uñas del rojo cundeamor. Sus ojos transparentes no dejan de hacerme preguntas. Y. Las evado. Intento llevar la conversación a otros pastos y no lo logro. Una serie de confesiones me hacen fijarme en los detalles de la carátula de las poesías completas del Fray Luis. Tiene un amigo que es más que un amigo. Un ex en una base militar. Le gusta la comida puertorriqueña, la lasaña, el futbol americano. La mejor amiga vive en Knox. Y cuando lo dice los labios se le tuercen con placer. Como si yo, cómplice de sus secretos, acariciara todo aquello con asombro.

Cuando la vuelvo a mirar, me doy cuenta que tiene la cara perfecta. Taheña. Manos tan expresivas que se alargan para atrapar la libélulas que se mueven entre los dos. Sigo a una que se posa en la misma raíz del aburrimiento. Allí aterriza y se queda quieta.

Yo lo que sé es callar. Al fin y al cabo, vira el rostro hacia la ventanilla  y la veo inclinarse como si hubiera divisado algo en la oscuridad.

Fray Luis me tira una línea y la sigo a ciegas:

Felipe, ni la India, ni la rara
Fray Luis de León

Asumo lo de  tus piernas. Se desvía,
Esta, la esfera de mis vueltas, la
Otra espalda de mis deseos (.)
(Grumete) que (se) parte en tiempos.

Seda por sacar el pie. Intemperie
De los arcos. Porque ni la India,
Geografía de un corazón rosicler,
Ni la rara (certeza) darían con

El progreso de tus labios, (O.Y.),
Los sofismos de tus dedos, y aquella
Parodia con fauces donde a Don
Felipe le pusieron sueños por abismos.

Ya ves. Mi deseo sobre estos
Arabescos se reproduce.
Permeas y ya no sé a quién defino.
He puesto mi cabeza para que la cuelguen
Donde estés.