sábado, 14 de abril de 2012

La fila (procaz) de los ciruelos

Ciruelos en flor (1888) y Van Gogh
The National Gallery y Edimburgo



La mañana. Trueco la avidez por un ánfora de gres. Madre allí tiene atrapada la nabla con un son madrugador de mariachis borrachos. Apunta unas madreselvas que le recuerdan su niñez. Y cerca del peso de un suiseki, donde se reduce el espacio, y la mesita de noche se extravía contra la pared en un aparente azul minoico, descansan unas manchas de mierda de cucaracha en el marco del retrato de la abuela.

Después prefiero callar. La fila (procaz) de los ciruelos por los ventanales. Sin rumbo. Qué vergüenza es el comentario. Esta desnudez del día, la mañana abierta a contra luz y desperdicios. Qué arroyo de gente que se ha ido. Pienso. Un rastro apenas guinda, ese exergo para fechas floridas, con sus tonos concebidos de pleitesías. El empalago que rueda lento en la miel de lo perdido cuando falta la forma. Las fotos, los nitratos de plata, de ayer en ayer, por toda La Casa. Blancos y rosados.

Y cuando lo quiero rectificar (dos veces) ya un saco de sal en el estómago me paraliza, la visión de Corot huye por aquella arboleda () bien lejos de Sodoma y Gomorra; ya patinan en despavoro, más allá de los ciruelos, las avestruces, los saltamontes, las orugas, las nécoras, las hijas de Lot. Qué espanto.

Y como no espero, aquí la sala es moldeable, una pastosa complicidad delante de mí se adhiere a la taza del café, a la cucharita de plata, y paso la mano sobre el mantel de hilo donde se refugia la calma y donde madre puso tantos días. Voy a regresar a la apariencia de la luz (de estos ventanales) para pretender que la continuidad tiene propuestas. Ni siquiera voy a levantar la voz. 

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