1
El bar alemán expide los olores de una ferretería. Pan negro, mermelada,
mantequillas de cabra, jamón de Carolina del Norte: aguantan cualquier dossier.
Mi hija se dispone a creer que yo le creo. Todos estos hierros del amor, tras la
espuma, cuando levanto el vaso a punto de notarle en el rostro las distancias.
Las que traza entre ella y la servilleta y la vidriera, y los espacios disueltos
por la luz- Los Apalaches, Tucson, las destellantes salinas de California y sus
manchas hidrófilas. A hecho de ello una digestión, aplicado rostro, para este preciso momento cuando comienzan a disolverse las burbujas de las cervezas
bávaras. Yo desmigo el pan sin declararle mi amor.
2
Afuera. Williamsburg. El olor de las pizzerías. En silencio, un rasgo
hasídico de sombrío indulto, contando los pasos, andamos. Le quiero apretar la
mano. Ponerme en su lugar, por encima del tránsito que se inicia cada vez que pienso
que con dos hijos -ella- ya en nada nos parecemos. Sí, en nada. Quiero decirle
cuando me pregunta. Más sitiada por la piel mía que por los rencores de su
madre. Cuidadoso, intento, a su lado, de no tropezar con los intervalos del árbol
sefirótico.
3
Escabeche de conejo entrada la noche. Pido escabeche de conejo detrás
de la imagen donde estoy en una mesa, en un bar de una esquina, en Lezama. Mi hija
concluye que tenemos el sentido olfatorio parecido, las memorias torcidas.
Vainilla, cuero recién estrenado, menstruaciones, queso derretido, sarampión,
agave. Inclusive, yo soy Don Julio y ella Señora Goose, hasta que divisa una
botella polaca y se lamenta de su error. El error de nuestra piel ante el
mundo, la sensibilidad, como la de un conejo, le voy explicando, termina, sin
gustarle a nadie, en un simple adorno. Psoriasis de la lengua para los que no
conocen la soledad de esa piel, me refuta. Y chupo limón sin saber que más
decirle.