miércoles, 11 de mayo de 2011

Viaje a Laakbaar (quinto día y en la casa museo de El Escritor)

11 de mayo del 2011



San Isidoro de Sevilla, en verde encuadernado, dentro de la vitrina a la izquierda de la sala y frente al ventanal. Eran aquellos días del visigótico. Tiernas ocas en salsas. Coronas sacrificadas tal utrero. Un vistazo completo de aquella clase de Toledo. Etc. Y a un lado, El Cancionero de La Rosa. 

Hay una rosa que intenta lo perenne. Tallo y todo se clava en el florero con claridad. Una foto de El Escritor. Una foto de una mujer que podría ser la madre. Cuelga. Como en los tokonomas una certidumbre para la sencillez que se imita asimismo. Estas pocas cosas sobre una mesita entre dos ventanas. A la sombra. Donde se domestica una figurilla de porcelana. Casi humana. 

Quiero retener la pared. Su color. Es un blanco museo sin importancia. Eso sí, el piso se siente en alta mar. Y como en todo Laakbaar, los mosaicos pretenden una flor de los vientos, seca y fractal. Reptan por toda la casa. Una presencia de azul gastado donde casi se puede oír un arrastre de pantuflas. 

Algunos llegan a pensar que en este ámbito se puede respirar los momentos de El Escritor. Que habrá un contagio de su misterio. Que la sabia bruta de su respiración todavía altera la tarde del patiecillo. Tengo entendido que algunos han llegado a cagar en el baño. Y algún atrevido a acostarse (subirse) en una cuna familiar que el escritor poseía en uno de los cuartos. Lejos. 

Una señora vestida de amarillo me persigue. Se asegura que no toque nada. Ni siquiera los gastados muebles con posaderas de esparto que dan un toque liliputiense y limpio al ámbito de la sala. Le sonrío. Detrás de esta señora cuelga una pintura donde El Escritor aparece con una fruta en un ámbito fovista. ¿Habrá sido esta la sala de espera? Allí hay otra mujer de amarillo. Una serie de fotos han reemplazado cualquier rastro personal de El Escritor. El Escritor con un grupo de jóvenes escritores sentado en una mesa donde él es el centro. Dos beben cerveza. El Escritor envuelto en una nube de humo. El tabaco sin vitola. El escritor mira de frente al lente y sentado en una butaca parece ser exprimido por un traje pálido. El Escritor está inclinado sobre un libro. Parece hojearlo. El escritor ofrece su busto. Unas ojeras profundas. Detrás una pared de collages. Entre los labios un tabaco apagado. Y nada. La habitación son tres paredes y una mujer vestida de amarillo.

Según me voy adentrando en la casa de El Escritor, una sensación perpendicular a donde estoy comienza a doblegarme. ¿Es el vacío que me acompaña? Vuelvo a oír la sierra. En otro piso. En otra casa. Un mismo ruido que demuele y aparta. La primera mujer de amarillo se me ha aparecido súbitamente por una puerta en el estudio de El Escritor. Aquí escribió su famosa novela. Lo dice con una risita sardónica. Un facsímil sobre el escritorio. Unos lápices. Unas cuartillas. Un tintero. ¿Ud. sabía que había ido a México? Reposa una copa de plata como prueba. Y dos vasos de bambú. Los trajo de Jamaica como Ud. ya sabe. Y otras cosas inútiles. Quiero decir, me dice. Las manos de esta mujer vestida de amarillo nada tienen que ver con las de otra pintura que he descubierto cuelga a la entrada de un zaguán. Aquí a El Escritor, joven y gallardo, de pana en primavera, se le ve en un parque con manos gigantes. Como si fuera un constructor de pianos. Un boxeador de moscas. 

Decido regresar a la sala. Dos mujeres amarillas me persiguen. Dos detalles se me han dejado en duda. El reloj. El reloj da las 3. Y de allí no se mueve. Y vuelvo a percatarme que es un libro de C.E.M Joad, el que tiene el lomo negro con letras doradas. 

Sin pensarlo, el delicioso olor a plátano maduro frito me dispara hasta la cocina. Cruzo casi corriendo toda la casa. Las mujeres amarillas se han alarmado. Siento la velocidad sus pasos. Llegan agitadas hasta donde estoy. ¿Quién cocina? Nadie contesta. 

Afuera. La luz se parte con la sombra de la acera de enfrente. No veo a nadie. Frente a la casa me sacan una foto con el número de ésta sobre mi cabeza y la placa, que reza que aquí vivió El Escritor, a mi izquierda. Una mujer amarilla se sitúa a mi lado y alguien me saca otra foto en lo que la miro sorprendido.  Me entra el vacío. Tengo hambre.

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