miércoles, 8 de junio de 2011

Interior, 1904 y Edouard Vuillard



8 de junio del 2011

Escoger entre un violín y una tumbadora. Una camisa blanca o un paredón de ladrillos. Un hueco. Unas fuerzas conversas hacia las ventanas, un centro advertido por un retrovisor.  Quería empezar por ahí. Quería entretenerme al costado de la verdadera carga que se despliega para hacer un zurrón de variantes. Porque si los colores, y quería persuadirme, son desparpajos, lo menos que puede haber en la superficie es puro orden. Luz. Aquella navaja que ha cortado por las cortinas para abrir, en la intermitencia, el vacío. Una cuenca. Una suma de pequeños amontonamientos donde apuesto que es mayo. 

Ante la butaca (mayor) me aparece un viejo incidente entre el cojín y la alfombra. Casi indiferente las cuatro patas. Y yo sé que entre esas patas se agazapa el eros (retenido). Me quedo, casi sobre el hombro de ella, domadora de mesas, para ver qué es lo que hace. Una tómbola de posibilidades. Admito que varias veces he soñado con sus manos.

Pero. Así como se dice interior también se puede pronunciar lascivia. Un animal empedrado. Adherido al espacio. Una totalización. Incluyo al niño que espía el lado de su mapa. Inclusive, los gladiolos. El amarillo. El que hace una incierta curva para separarse de la explosión del rojo y seduce a la araña.

Otro sedimento se añade. Un pliego de trastoques y juxtacolores arremolinados en un tanque de peces chinos. De repente, el peso del agua en el aire se recrea, en el aislamiento, para escanciar las paredes. Aquello. Esto. Que va y viene. Una explosión psoriática y vulnerable. Dos derroches blancos (( )). Uno abole el rostro de la domadora. Y otro, impune, se interpone como si aborreciera la posibilidad que existe en la lámpara. 

Así es el hechizo. Me descarto en el pespunte que, desde el exterior, atomiza el canto de los estorninos.

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