miércoles, 28 de septiembre de 2011

Viaje a Knoxville (La Ventanilla)

28 de septiembre y el 2011

Me han situado contra la ventanilla a pesar de mis protestas. A mi lado, un hombre se adormece. Tiene frente a él un whisky. No quiero mirar hacia afuera. Sin embargo, quedo hipnotizado por las nubes que voy dejando atrás perezosas y lumínicas. Los parchos de verdes intensos aparecen en un complejo rompecabezas que se mezcla con meandros amarillos, puntos blancos, cuadros marrones, y en la distancia, se funden en una niebla azul e incierta. La inmensidad. Y por encima de la inmensidad, la impenetrable pureza del azul. 

El hombre a mi lado, después de un segundo whiskey, se ha levantado para ir al baño. Aprovecho este momento de privacidad para sacar el diario. Vuelvo a leer este poema.

Pasajero 19

Una vez había pasado por Petrozavodsk
Agarrado de un ferrocarril, una línea infinita,
Entre el corazón y los porqués, enalbado,
Y en la boca, casi a punto de recitar
Su propia muerte, un pulso exhausto
En aquella noche que cerró sus ojos
Ante la eslava de piel hervida, a quien
Sobre el blanco y contra el blanco
De la noche le asestara, como pieza de astracán,
Un espejo para observar el alma,
Para que él se rindiera, tal vez, una única,
Pensó, y última vez.

martes, 27 de septiembre de 2011

Viaje a Knoxville (El Ipod)

26 de septiembre y el 2011


El ipod. El viaje y el ocio. Me acomodo en un asiento. Frente a mí, la maleta (Bi-Boss), la vidriera de la terminal que se abre como un televisor monótono. La luz continúa golpeándolo todo. Se siente, por momentos, la vibración de los jets que despegan. Puerta 33. Escucho. Las mismas 1058 canciones se repiten al azar en este aparato. Desde hace unos meses han comenzado a borrarme la anatomía de las imágenes. Algunas de esas piezas, que creaban en mí un recogimiento especial, ahora vagan por mi cabeza sin atención ninguna. 

Aparece en el asiento a mi derecha una chica rubia que pretende leer. En ella, recupero algunas notas de un bolero según va moviendo el pie (derecho) al ritmo de su ipod, y  que, sin que ella lo percate, compite con el mío. Tiene los dedos de los pies pintados de rojo cundeamor. Es un pie que me gusta. El pie se mueve, más que con ritmo, con una velocidad nerviosa y espontanea, como  si espantara moscas.  Quisiera que lo dejara tranquilo para verle mejor. Espero. El pie izquierdo no me interesa. Apoyado en el piso, y ligeramente curveado hacia adentro, no se deja apreciar.  Espero (Paco Ibáñez). Espero (Los Matamoros). Y cuando el trío está por terminar (un son que no recuerdo el título), por fin, para de moverlo. ¿Habrá cambiado la canción? Un precioso pie femenino. Y. O. ¿Qué harías con sus pies? ¿Caminar con ellos? ¿Caminar por ellos? ¿Besarlos? ¿Ponerlos en una cajita de cristal? ¿Embalsamarlos? ¿? ¿Decirle que te gustan sus pies?  ¿Y si ella te pide que le enseñes los tuyos primero? ¿Cómo va aquel bolero que habla de las azucenas? 

¡Ana!!! ¡Ana Mendieta!!! Cojones, por fin me recuerdo. La tenía en la cisterna del olvido. Le mando un texto a mi hermano. ¿Te recuerdas de la conversación del domingo?  ANA MENDIETA. Carajo. Nos ponemos viejos. 

Mi hermano no me contesta. Fue en la sala de su casa. Tres botellas de Muga Reserva. ¿Qué será de la vida de Álvaro Mutis? Especulé. Todo había empezado por la creación del Martini perfecto y la obsesión de Luis Buñuel. Con Buñuel se abrió una brecha por las tomas de aquellas nubes (perfectas) del cinematógrafo Gabriel Figueroa. Y todavía tengo un poco de duda de cómo saltamos todas aquellas nubes del gol de Jorge Burruchaga a la perfección del arroz con pollo del restaurante de Los Reyes (Union City) en 1986. Y le siguió la importancia de desangrar a los animales. Lo dijo como si le preocupara. ¿Te recuerdas (le dije) del método que Abuela usaba? Me juró que no. Afilar el cuchillo en piedra pómez. El certero corte de la cabeza. Y para controlar el pataleo de la gallina hacía una cruz y la depositaba en el  mismo medio. De allí no se movía. Esa parte no me la creyó. Ni tampoco lo que hizo Ana Mendieta en Paris. Pero su nombre se esfumó. La etílica es selectiva. Y por mucho que intenté solo me llegó su imagen desnuda contra una pared, y la gallina, blanca y decapitada, chapoteándole sangre mientras la sujetaba por las patas. 
   
El pie de la chica vuelve a su ritmo nervioso. Apago a Clifford Brown. Me levanto y arrastro la Bi-Boss hasta otro asiento.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Viaje a Knoxville (El Regalo)


26 de septiembre y el 2011

Brooklyn lager. El bar tiene luces directamente sobre el bar. El calor es insoportable. La cerveza se me calienta. La empleada me mira aburrida cuando le pago. Tiene los ojos de la India y los labios de cundeamor. Las uñas color cereza. La piel de caimito. Se llama Sheena. Cuando miro hacia afuera, lejos, allá donde se levanta un avión, el bar se me oscurece. 

Arrastro la maleta hasta un quiosco turista. No sé cómo pero cometo un crimen. Le compro a mi hija un llavero. Allí su nombre se ilumina intermitente. Un semáforo. Por la eternidad. ¿Recordará, cada vez que vea su nombre iluminarse, que su padre está pensando en ella? La nausea me vuelve. ¿Qué mierda estoy haciendo?  Un llavero. Un artilugio solar. No necesita baterías. Patent pending.  Todo lo especifica, en inglés y en una de las lenguas chinas, por tan solo seis dólares. Me aguanto la risa para no vomitar sobre mí mismo.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Viaje a Knoxville (El Aeropuerto)


23 de septiembre y el 2011

Del trabajo al taxi y del taxi al aeropuerto. Nueva Jersey. Los grises, los cables, las fábricas esparcidas como manchas felinas entre las hierbas altas de los prados contaminados. Las antenas, la carretera que trepa y luego tuerce y pasa por la cárcel estatal antes de entrar en el aeropuerto. En el aire hay una ligera nausea que me golpea en la puerta rotativa de la Terminal B.  

El aeropuerto de Newark es una jaula acondicionada por la paranoia. Tarjeta de embarque y pasaporte en mano, llegas a una línea nerviosa de pasajeros. La gente se apoya en las miradas de los otros, en el tipo que revisa si eres quien eres. Con una rápida Mirada te aseguran que la puerta de embarque no es otra, y que tu nombre es el nombre. Pasas luego ante la Mirada de otro. Un hombre bajito sentado en un púlpito. Pasaporte y billete. Te mira de arriba abajo.  Pone su seña. Sigues en la línea. Delante de ti hay 40 personas.Y te da tiempo a leer tu tarjeta de embarque, asegurarte que el pasaporte está aquí, a seguir las instrucciones y amonestaciones que aparecen en unos carteles que te aseguran orden, velocidad, tranquilidad. Al final, están los detectores. Mientras, la gente se mueve despacio. Sacan los móviles. Llamadas inútiles. Textos. Algunos niños juegan. Chillan.  Se meten  entre las cuerdas. Uno llora constantemente. Unos japoneses se ríen entre ellos. Después de veinte minutos, se puede ver por los grandes ventanales del aeropuerto los aviones estacionados contra los gusanos de abordo. La luz, que lo desnuda todo en la amplitud de la pista, arrebata, por un instante, el malestar de la gente que espera impaciente. Allá. Se levanta otro avión.

Por fin, llego a la estación de seguridad. El hombre frente a mí se quita los zapatos. Yo hago lo mismo. Se quita el cinturón. Se revisa todos los bolsillos torpemente. Saca llaves, papeles, monedas, el pasaporte. Se vuelve a tocar las nalgas, el pecho. Tira un maletín sobre una esterilla. Desaparece en un instante. El hombre se quita la chaqueta. El guardia le hace señales para que entre por la puerta sin puerta. El detector se dispara. Al hombre le pasan por los flancos un aparato que hace un ruido chillón y ambivalente. Le piden que se aparte a un lado. Lo revisarán a fondo. Yo, detrás de él, he imitado todos sus gestos. Y esto me ha dado tiempo a observar a la mujer que mira la radiografía de todas nuestras privacidades. Atenta, despiadada, aparenta mirar  sospechosa mi maleta de mano que ha desaparecido por la boca de ese aparato. La imagen de los Eloi y las piernas de Yvette Mimieux me asaltan con la misma intensidad que  aquel último día en Laakbaar. Por un instante, pienso que la mujer ha descubierto el Morlock que llevo escondido. “Next”. Paso por la puerta sin puerta. Silencio. El guardia me mira vagamente. 

Recojo mis cosas. Busco donde sentarme. Me pongo los zapatos. Me muevo con lentitud. Ya no tengo apuros. Un olor irreconocible inunda este espacio. La luz afuera se intensifica. Un avión pequeño cae en la distancia como una libélula. El hombre que estaba frente a mi está en una mesa con todas sus cosas siendo manoseadas por un guardia con guantes azules. Siento un alivio tremendo. Me baja una rabia parecida a la que sentiría una oveja cuando queda atrasada porque encontró un pastito lozano y  le lanzan el maldito perro, ese perro que siempre se entera donde está.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Viaje a Knoxville (Andy’s Corner Bar)


22 de septiembre y el 2011


Andy’s Corner Bar. Smuttynose pale ale. Después del sueño de esta mañana, bebo la segunda cerveza con más paciencia. Creo que, con ahínco, comienzo a medir la circunferencia del vaso según lo acomodo sobre la tapa de cartón que Bárbara me ha dado para posarlo. Mido, contra la orilla del bar de caoba, el vaso y la posadera redonda, hasta que el conjunto rinde una simetría imaginaria, una que me servirá para apoyarme en la conversación que dos hombres cabalgaban animadamente a mi izquierda. 

Al que le puedo ver la cara tiene una camisa azul. Frente a él: un stout de chocolate. Espejuelos y cabeza raspada le dan una tónica inquisidora. Será tal vez porque se inclina y se balancea en un mismo gesto cuando escucha. El otro, encorvado, medio hombro hacia el de la camisa azul, lleva hace ratos, una confesión por caminos de un culebrón amoroso que su interlocutor interrumpe para acentuar una pregunta prudente y bajita, y así aprovecha para succionar el último trago de una Corona. Abrupto, el del culebrón, llama a Bárbara y le pide dos más. Es entonces que le veo la cara. Doble papada, ojos pequeños, y una nariz pugilista. Esta vez, me da la espalda por completo y me obstruye parcialmente la cara del otro. Ambos, simultáneos, piden lo que bebo. Smuttynose pale ale. 

1-Mi hija es alta y delgada.
2-Heredó pocos rasgos de su madre.
3-A veces, cuando se ríe, parece una versión femenina donde parezco feliz.
4-Según han ido pasando los años, y las responsabilidades de la vida la han ido blindando, se ha ido apagando su dedicación y amor por el cine. 

Varios sorbos. Regla de la paleontología del bar: quedan los anillos de espuma seca adornando el vaso. Lo vuelvo acomodar sobre la posadera. Reconstruyo otras medidas. Otros espacios. Mido ambas circunferencias. Busco una nueva querencia. 

El del culebrón levanta la voz. Oigo la palabra Cristo, compañía, amor. Se le escapa otra, apenas inaudible, en una carcajada. Ambos ríen. Algo han dicho y no puedo conectarme a la risa. Le puedo ver, al del culebrón, la oreja derecha en un gesto que ha hecho al agarrar su vaso. La tiene roja. Roja como las semillas del cundeamor. De repente, noto que el del culebrón le ha creado una querencia al culo de su vaso. Un sitio circunferencial y exacto sobre la caoba. Una mancha oscura. Su vaso, al igual que el mío, tiene esos anillos secos y separados. Los de él  están más separados.

 La amargura de la cebada me contrae las amígdalas y me afila la punta de la lengua. La última desaparece en cuatro sorbos. Bien. Bárbara me despide con una sonrisa cuando le insinúo que viajaré. Los dos hombres a mi izquierda piden otra, pero no logro oír que dicen. El lugar se ha llenado de la gente de siempre.
El autobús ronca por la ruta 80 en dirección a Nueva York. Debajo de unos tendidos eléctricos que cruzan la autopista decido viajar (definitivamente) a Knoxville a pesar que ya he comprado un billete de avión y

5-Se viste con muchos colores.
6-Miente más que yo.
7-Demanda detalles de un pasado que ya no me interesa.
8-Le gusta su Martini con Ginebra.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Viaje a Knoxville (El Sueño)

21 de septiembre y el 2011


1-No sé cómo ni cuándo. Una mujer con un vestido blanco de tirantes se acerca a una pared (amarilla), y después de mirarme, da dos pasos y se esfuma, se funde en la pared. La pared también desaparece. No queda nada. 

2-Se me aparece una pared (amarilla). Al igual que la mujer quiero fundirme con la pared. Pero, dentro de mí lo que urge es llegar al otro lado de esa pared. Si lo logro, habré descubierto un estado único de iluminación y sabiduría. Esa certidumbre me llena de una alegría difícil de describir porque es una que nunca he sentido. Quiero pensar en la felicidad, pero no tengo tiempo.

3-Lo intento. Un paso. Dos pasos. La pared huele a cal. La cal de la pared (amarilla) de mi casa. La casa cuando era niño. Comienzo a perder la respiración. Esta pérdida de oxígeno me avisa que el proceso de evaporación ha comenzado. Un paso más y me transparentaré. No hay tercer paso. 

4-Al borde de la evaporación comprendo que estoy por dejar de existir. Dicha pared tiene en ella la frase donde se expresa la sombra de la muerte. Al instante, temo entregarme. No puedo cruzar. Ya no podré traspasar. Lo que quiero lograr detrás de esa pared se diluye en un extraño peso que se me acumula en el pecho. 

5- El reloj marca las 5 am. Me volteo. A tientas, encuentro cerca del colchón el botellón plástico. Y orino.

martes, 20 de septiembre de 2011

Viaje a Knoxville (El billete)


20 de Septiembre y el 2011

Caí bajo las garras de la culpabilidad. No viajar hasta Knoxville, a la fiesta del cumpleaños de mi hija, comprometería una vez más los atuendos que vengo arrastrando de padre descuidado y olvidadizo. Siempre he sido el que resbala en silencio y anónimo tras la vida de sus hijos. Lo imaginé en cinemascope. Un día inesperado: una llamada telefónica y una rezongada. Me llenarán de tildes. Me pondré el teléfono en el oído izquierdo donde combato el tinnitus. Y aunque no lo confiesen, confundirán a mi madre con una puta y en rápida lógica seré un hijo de ella. Pero, jamás un padre de puta. Me lo tiraran en cara. ¿Por qué no viniste a mi cumpleaños? Y yo diré No sé. 

Abrí el ordenador y compré un billete culpable, barato, poco complicado. Llamé al primer hotel de oferta en pantalla. El Hotel Oliver. Me atendió Cleveland. Su voz afeminada y atenta encarna la atención sureña. ¿La Señora Gibson recogerá las llaves? ¿Todavía existen hoteles que se atreven a cerrar a las diez de la noche? Cleveland no me pidió otra información aparte. Solo quiso que confirmara los días de mi estancia. Un thank  you largo y meloso desde Knoxville. Cosa rara. ¿Puede existir un hotel en este país que acepte reservaciones sin antes tener de por medio una tarjeta de crédito? ¿Habrá sido que al mencionar el apellido Gibson, Cleveland haya entendido, tácito, que mi nombre o asociación con los Gibson es suficiente garantía?  Le envié unos de esos textos terminantes a mi hija. Iré a pesar de que no tengo donde caerme muerto. Lo de muerto lo dejé entre líneas. Esa misma noche, quise sentarme a escribir la logística del viaje, pero no pude. Y no supe por qué.

 Codos en el bar, ya me vi tomando una cerveza Brooklyn al lado de algún viajero canoso que cuida celoso su maletín de rueda en lo que escribe o manosea el blackberry, el iphone, y allá arriba, colgada del techo, la televisión silenciosa transmite algún noticiero de CNN, porque si yo no lo sabía, CNN es el noticiero oficial de los aeropuertos, hasta que antes del último trago ojeo el reloj (KOBOLD) una y otra vez, y en un justo momento llaman al vuelo de US AIR con esa voz que ya no es como las de antes, opaca, acentuada; esta es metálica y nos  llama a todos a entrar por la puerta número tal. Los impacientes se agrupan ante el mostrador. Codean, arrastran, apurados y de lado, como jugadores de rugby, las maletas para adelantarse, para encontrar el asiento que ya les han asignado. Hay que llegar primero. Eso es lo importante. Llegar antes que los demás. Ya estoy sentado y que los demás se jodan. 

Yo espero. Soy el último en entrar. ¿Me compraré un libro?  ¿Qué tal si llevo un diario para escribir en vez de apoyar los codos en el bar? Hago tiempo hasta que veo que los amanuenses dejan de estar irritados. Con lentitud me aparezco con mi billete y el pasaporte. Gracias. La mujer tiene un traje azul. Una caja inteligente se traga el billete. Me imagino que bajaré por uno de esos túneles, fuelles colgantes por los que se penetra en las cabinas y donde el olor de la gasolina refinada se cuela por doquier.  Y se me ocurre que, a veces, a penas pisas la nave, las azafatas miran a los pasajeros como reos. ¿Se enterarán de mi cara de culpable? Ahora mismo no recuerdo cuál asiento me asignaron. Ese día tendré que acordarme porque seguramente habré puesto el billete en el bolsillo de mi camisa azul. Si hay o no espacio para mi maletín (Bi-Boss) no será un problema. Estoy seguro que encontrarán algún sitio donde ponerlo. Lo único que me  importará será que mi asiento esté en el pasillo.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Exequias

19 de septiembre y el 2011


Exequias. Lenguas de res apartan de mí los nudos del insomnio. Me pasmo. Poto las balanzas de nueve noches con tu cuerpo enredado y que abandona. Se repite en los pliegos donde ni tejo ya una próxima movida en un tablero de damas. Todas las reinas unívocas y desnudas. Creo que poco a poco me duermo frente a lo que queda de ti. Y me da miedo.

Te envuelvo en seda y blancura. Arrojo del aire cualquier partícula inicua para que el sueño a los dos nos retoque. Espera. No quiero que nada te toque. Te roce. No quiero que seas permeable. ¿Será posible que sea lo único que puedo defender?

Esta noche. Me veo soldar como un fumista. Alguna chispa, racimo bengala, se multiplica como en los ojos de los monstruos. Este puente ha comenzado ahora que te vas. Esta armazón con patas de grillo. ¿Será que contigo me encierro para creer que transbordo?

viernes, 16 de septiembre de 2011

Confluencias y el retablo mayor de la catedral de El Salvador (Oviedo)



15 de septiembre y el 2011

No estoy seguro de los daños causados por los rasguños del tiempo. Simplemente una rosa. Leonardo Favio. O. La calma se cuaja. Remolinos de dorados opacos (encerados) se merman en la gelatina del eco. Se desplaza hacia el retablo mayor lo moribundo, toda una sección de figuras despega desde la posibilidad de la inercia. Y lo simple también es una brújula. Rosa santa de los idiotas. Y en una esfera (servida) la caída del azul. El paraíso estático.  La vigilia de unos dichosos bichos de los horrores de ultramar. Allí la vida aguarda. Se suspende por un instante. Y. Me calmo (detrás) en la penumbra que proyecta una columna. Alguien ha entrado y la puerta repite su eco. 

Después. Me siento (allí) en un banco. Y es difícil distinguir algo. Allá y acullá los espacios y lo profuso. Y sin embargo, siento que me brota un pasaje vertical y limpio. Me recojo. Me monto en esa mirada hacia la cúpula y me desvanezco en un círculo donde la luz se cruza en un vitral ominoso que como cuenco de un seno quiere brotar. ¿Y si le pidiera ayuda a San Roque entronado de joyas. O. A. La virgencita cargadora. La de la cadera con mareo? 

Cierro los ojos y dos instantes confluyen en la oscuridad. Una erección sin rumbo y una pintura (láctea) de Pancho Cossío donde unos barcos difusos atracan sobre tres mesas (amostazadas) y donde aparecen unas pipas interrogativas, un plato de frutas y una caja de tabaco. Cuando los abro, me paraliza la sensación que el opuesto del eco reside en las gotas de ceras de los cirios. Que. La mujer (aquella) gira el cuello hacia el retablo y no verá los gigantescos tamarindos que de allí cuelgan. Así ronda lo escondido. Tampoco le llegará el hedor descompuesto de los pies santos.
 

miércoles, 14 de septiembre de 2011

El color del cundeamor me persigue

14 de septiembre y 2011

Algo de arco de sarpanel se dispara. Es una de esas cosas donde uno se levanta casi inconsciente. Un ropaje de señas que me aguanta el peso. Un peso incierto. Como una balanza en el pecho y los pies en el linóleo. Hasta que desde las rodillas a la jeta se me declara el cansancio. 

Hace varios días que el color del cundeamor me persigue. Cuando me lavo los dientes recuerdo que le vi los ojos hinchados a Isabel. Y que no le pregunté. No le pedí explicaciones a esas bolsas moradas debajo de los ojos. Me vi frente a ella acariciando los cundeamores. Amarillos. Rojos. Contrastantes. Intentando recordar si era una mañana. Si eran frescos. 

Y es que ando guardando silencio. Evito hablar. Evito el orden de Isabel en el medio de mis desparpajos. Tal vez. Sería mejor que no volviera. Pero. Volver es siempre una relatividad a la que no le voy a exigir condenas. Porque por ejemplo: sentado en el linóleo yo comía mientras hojeaba un libro e Isabel (a mi lado) callaba sobre la carnosidad de los cundeamores. Ese inevitable rojo que no viene de ningún otro sitio. Y no le pregunté si eran dulces y frescos. Ni siquiera consideré que debía haberle preguntado cuándo y cómo.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Weehawken – Arzúa (9/11 y domingo)


12  de septiembre y 2011

Una gran parte del río Hudson carece de azul. Lo ha invadido un marrón que, desde las fuertes lluvias de Irene, parece aflorar desde el fondo. Viene (yo sé) arrastrando su vieja geología. Ese surco. La paciencia. Sobre la paciencia, el turbio reflejo de los rascacielos. Y desde allí (simultaneo) zarpa un ferry hacia Weehawken.

En esta orilla.  Me entra el silencio. Caracol encendido. Un racimo de albariño se enrubia en la tarde. Arzúa. Y debajo de los plátanos, otredad, (absorto) escucho a las mujeres declarar sus cuerpos. Escucho rodar las sillas alrededor de las mesas en el parque. El vaivén de los fondos de las copas. Las miradas con el cómplice regateo de la risa.

En medio del río. El ferry me (se) distrae. Deja un surco que se eleva y se disuelve en las aguas. En el marrón creciente. 

En esta orilla. La luz se posa jironada sobre la conversación.  Los muslos de las mujeres y los caminos convergen en parchos detrás de mi nuca. Lo balbuceo. Pero no sé cómo decírselo a mis amigos (Leo, Jaume, Mariángela). Prefiero guardar silencio. Atrás, en Sobrado dos Monxes, he dejado dos torres curtidas de ocre (lento) e inundadas por la paciencia de la yerba. El claustro incubando las tardes. Y que no sabré volver hasta que el preciso momento me vuelva a empujar. Les diría. Y. O. Que. Tampoco me imagino cómo ni cuándo llegaré. 

El motor del ferry se apaga justo antes de atracar en la marina. Hará otra  maniobra antes que bajen los usuarios. Si no fuera por la bandada de gaviotas que irrumpe en chillidos, juraría que la isla de Manhattan, al otro lado, está de fiesta.


domingo, 11 de septiembre de 2011

Marranas # 26



#
Las ruinas. Una roca. Un affaire de percebes. Cuando
La marea se ha llevado a los mejores pescadores.


#
Una vuelta de escrutinios en la memoria de los
Veranos. Nos aparta aquel sabor como oído.


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Infecciones. Ataraxias. Cuelga la presión de la araña
Cuando se desplaza el río. Me regresa el color del cundeamor.


#
Disuelvo esto y aquello con la condición de que
Al desparecer me pongan cuchillo y tenedor.


#
Esa longitudinal desgracia entre lo que pensé que
Te pondrías y en lo que deseé te arrancases. 


#
La petulancia se congregó precisamente alrededor
De la conversación cuando alguien dijo “azafrán”.


#
Del lado norte de esta luz solo concibo percatarme
Sobre el sorbo que le doy a un litro con cebada amarga.