martes, 20 de septiembre de 2011

Viaje a Knoxville (El billete)


20 de Septiembre y el 2011

Caí bajo las garras de la culpabilidad. No viajar hasta Knoxville, a la fiesta del cumpleaños de mi hija, comprometería una vez más los atuendos que vengo arrastrando de padre descuidado y olvidadizo. Siempre he sido el que resbala en silencio y anónimo tras la vida de sus hijos. Lo imaginé en cinemascope. Un día inesperado: una llamada telefónica y una rezongada. Me llenarán de tildes. Me pondré el teléfono en el oído izquierdo donde combato el tinnitus. Y aunque no lo confiesen, confundirán a mi madre con una puta y en rápida lógica seré un hijo de ella. Pero, jamás un padre de puta. Me lo tiraran en cara. ¿Por qué no viniste a mi cumpleaños? Y yo diré No sé. 

Abrí el ordenador y compré un billete culpable, barato, poco complicado. Llamé al primer hotel de oferta en pantalla. El Hotel Oliver. Me atendió Cleveland. Su voz afeminada y atenta encarna la atención sureña. ¿La Señora Gibson recogerá las llaves? ¿Todavía existen hoteles que se atreven a cerrar a las diez de la noche? Cleveland no me pidió otra información aparte. Solo quiso que confirmara los días de mi estancia. Un thank  you largo y meloso desde Knoxville. Cosa rara. ¿Puede existir un hotel en este país que acepte reservaciones sin antes tener de por medio una tarjeta de crédito? ¿Habrá sido que al mencionar el apellido Gibson, Cleveland haya entendido, tácito, que mi nombre o asociación con los Gibson es suficiente garantía?  Le envié unos de esos textos terminantes a mi hija. Iré a pesar de que no tengo donde caerme muerto. Lo de muerto lo dejé entre líneas. Esa misma noche, quise sentarme a escribir la logística del viaje, pero no pude. Y no supe por qué.

 Codos en el bar, ya me vi tomando una cerveza Brooklyn al lado de algún viajero canoso que cuida celoso su maletín de rueda en lo que escribe o manosea el blackberry, el iphone, y allá arriba, colgada del techo, la televisión silenciosa transmite algún noticiero de CNN, porque si yo no lo sabía, CNN es el noticiero oficial de los aeropuertos, hasta que antes del último trago ojeo el reloj (KOBOLD) una y otra vez, y en un justo momento llaman al vuelo de US AIR con esa voz que ya no es como las de antes, opaca, acentuada; esta es metálica y nos  llama a todos a entrar por la puerta número tal. Los impacientes se agrupan ante el mostrador. Codean, arrastran, apurados y de lado, como jugadores de rugby, las maletas para adelantarse, para encontrar el asiento que ya les han asignado. Hay que llegar primero. Eso es lo importante. Llegar antes que los demás. Ya estoy sentado y que los demás se jodan. 

Yo espero. Soy el último en entrar. ¿Me compraré un libro?  ¿Qué tal si llevo un diario para escribir en vez de apoyar los codos en el bar? Hago tiempo hasta que veo que los amanuenses dejan de estar irritados. Con lentitud me aparezco con mi billete y el pasaporte. Gracias. La mujer tiene un traje azul. Una caja inteligente se traga el billete. Me imagino que bajaré por uno de esos túneles, fuelles colgantes por los que se penetra en las cabinas y donde el olor de la gasolina refinada se cuela por doquier.  Y se me ocurre que, a veces, a penas pisas la nave, las azafatas miran a los pasajeros como reos. ¿Se enterarán de mi cara de culpable? Ahora mismo no recuerdo cuál asiento me asignaron. Ese día tendré que acordarme porque seguramente habré puesto el billete en el bolsillo de mi camisa azul. Si hay o no espacio para mi maletín (Bi-Boss) no será un problema. Estoy seguro que encontrarán algún sitio donde ponerlo. Lo único que me  importará será que mi asiento esté en el pasillo.

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