lunes, 6 de mayo de 2013

Caprichos (El entierro)


Francisco Goya


Primor y aún. Cerca. Un roquefort de moscos y liviandades por los rabos de dos bueyes en la más casta de todas las guardarrayas. A un lado todos naos hacen. Lejos. Los jóvenes con sus botellas de agua fresca, parte sol, en contra (brusca), y contra todos y una bendición a mitad; se van acercando los galgos detrás del tractor de Méndez, el patrón.

Ojos de pequeños tentáculos, ni ladridos, los perros son cosa tranquila, medias docilidades esturgan, la Marilú levanta su codo desde el diván y se pronuncia lila y del valle y se voltea hacia el sueño. Y cuando todos vienen a salir a los pórticos ya han pasado. La vida aúpa tan rápido, reclama, su señoría, oprimido.

Después conducen por el trillo hasta la carretera. El entierro concluye sin acto alguno y huele a menta entre esas frutas enfrente. El día de San Juan, total para lo que pasará, si la alúmina aflorara se la robarían León Felipe y su rocalla sobre las ruinas de este aparato (de Dios). El sol cae sobre una botella de agua, y la tapa azul y el libreto en la etiqueta entretienen un esturado.

Junto al pozo los jóvenes alternan pichorras y sombras, van y vienen del poema a las ganas. Es un viernes y el bar está tan lleno que desde ahí las cosas se entenderán. Bajarán los guardias, los mayores, se levantará un cobertizo, y las hermanas García se estrujarán con los granjeros rumanos. Y saldrán, rabias que todavía no saben nombrar, acusados de tanta presencia, por otro lado. Porque lo que importa simplemente es otro lado. 

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