Por la siniestra del Hudson, temprana la mañana, emerge la ciudad. Las luces, pequeños apagones, provocan el gris que anunciaron ayer envolvería el día y que no obstante, humana velocidad, se disuelve en los semáforos y, dentro de los autos, algunos rostros, entibados, camino al trabajo despiertan debajo de un aguacero.
Cabizbajos, otros jalonean el don de los perros. Sombras, según las paredes, evitan el agua. La pulla del viento y el latido humano les recuerda que habrá que recoger la mierda aun de las exasperadas fieras de Miguel Hernández.
Y, casi noviembre, brillo y humedad, acullá los pocos, insisten saber cómo trasladar pasiones, deber, y dolor a sus propios actos. Y. O. Reducir el curso y ponerlo en marcha, sin condiciones, y palpar el asfalto donde ya se pegan las hojas averrugadas y pulposas, mientras el ruido destapa, y la esfera emana, corona sobre los árboles, otra orilla que se transforma en un día más.