martes, 30 de noviembre de 2010

Gabardina

30 de noviembre y 2010

Me levanto pensando en Gabardina. Los chillidos hambrientos de Gabardina. El hedor constante en el patio. Mierda hasta la panza. La palangana gris, llena de barro y mierda. Allí caían las sobras. Cuáles sobras. Apenas teníamos para comer nosotros. Se le veían las costillas. Se contraía cuando gritaba. Parecía que le daban ataques de rabia de una animal impotencia. A veces, comía algunos granos de arroz. No había otra cosa.

Algo se encarnó en él. Un caso kafkiano. Cuando me acercaba a la improvisada cochiquera se callaba. Me miraba con un odio terrible. Me daba miedo porque tenía la mirada parecida a la de mi amigo Jorge. Yo a Jorge le debía una caja de canicas. Aquello me lo fui tomando muy en serio. Cuando me alejaba volvía a chillar como un niño desconsolado.

Un día hubo que matarlo. Mi madre me dio su cuchillo. Niño, no lo hagas sufrir más. Un cuchillo de hojalata. No cortaba ni el pan.

Lo metí en el baño. Antes de pegarle en la cabeza con el ladrillo me miró como si por debajo de las losetas hubiera preparado un infierno para ambos.

Se despertó en lo que le clavaba el metal. La sangre. El pataleo. El chillido se transformó en un ronco NOOOOO NNNNNoooooooooo. Se levantó como si soñara con un manjar. Casi alegre. Tuve que aguantarle las patas traseras.

Después lo abracé con fuerza. El caso es que con el calorcito tinto que le salía del cuello nos fuimos durmiendo sobre las losetas. Cuando desperté, ya estaba muerto.

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