domingo, 3 de abril de 2011

El verso de Sergio Flores, mejicano, que intuye

3 de abril y 2011


Las Ventas de Madrid. El encierro de Los Chospes. El cromatismo. La luz gris. El mano a mano bajo las gradas después del aguacero. El redondel ha dado paso a la novillada ya trastocada la sombra de las cinco. El novillo que abre plaza enviste y da voltereta a su novillero. Y por medio, con poca nota, se pretende a los toros con utreros. Casi con desánimo, para un público decepcionado, entra el sexto, carifosco, utrero de tersura y raza que se adentra en el verso de Sergio Flores, mejicano, que intuye. Y da por fin, en una tarde de nubes, un tratamiento para que esgrima la elegancia, la forma ñoña que unen a hombre y bestia. Sorprende. Se van enredando los saberes, tejiendo la suerte, la templanza de los pases. Y frente al burladero, se va cuajando el resorte del temple, el doble horizonte de lo que enviste y percibe. Porque Flores sabe alejarse de la fuerza para convertirse en la misma dirección que desliga. Y por el torso, se  encima la figura del novillo, la luz de su bravura, hecha una danza entronada, mezclada ya de lo que fluye de Flores. Ajustes. Como abismo la muleta profundiza. Como un calmante de lo sutil se transforma en un olvido donde el novillo se ha encontrando. Y así, cada vez más cerca y cada vez más lejos para el utrero, los espectadores se montan en el filo del protagonismo. Aplausos. Parece que no se torea, en vez, hay un instante detenido en el ruedo enfangado. Y cuando vuelve el arranque, ya Flores, en puntillas, se ahúma frente a los pitones. Levanta, como en un teatro de títeres, la muleta. Un mago. Porque el novillo no ha sabido entrar por el círculo apretado y perfecto de la espada, pincha un par de veces. Ovaciones. Sin trofeos.

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