30 de noviembre del 2011
al costado de un trago de láudano llevo la verruga
hermanada con tu. Se lo iba a decir. Se lo iba escribir primero para que lo entendiera. Lo iba a cuadrar con las más oscuras golondrinas que anidan los chillidos del Bécquer que hace años le regalé. Como sazón un tanto de Kozer (El carillón de los muertos). Aquel que encontramos en la Librería Sarandí (Montevideo). A quien una vez le vio las manos en una lectura en North Bergen. Huesudas y femeninas. Aquella noche, según ella (Isabel), la distraían. Engañosas. Eso dijo. Después no supo qué más decir de las manos del poeta. Se conformó con aquella descripción. No puedo confiar en alguien que tenga esas manos. Sentenció en mi oído. Nunca le pregunté si logró traspasar la carátula amarilla del poemario. O. Y. Si volvió a escuchar a Kozer alguna vez. Pero como no arremetí por esa latente, quedé con la duda si lo que le iba a decir tendría alguna importancia. Si esta verruga prominente tendría una explicación ante sus ojos. ¿Me creería. Entendería la abundancia de esta piel de [a, b] intervalo cerrado de dónde cuelga (crestuda) la verruga?
Cuando formulo la última pregunta de inmediato estoy (me puedo ver) desnudándome en blanco y negro (Auschwitz). Ese agobio de broches, zíperes, cordones. Pellejerías. La desnudez con su tono verdoso. Fosforescencias. Frente a ella (Isabel) con un cartabón mido cada roséola, los intervalos, el largo y el ancho de la verruga. ¿Es así cómo único puedo entender mi desaliento. Esta imagen imposible de compartir con otro? ¿Qué intenta mostrarse en todo esto? Ya le vengo dando vueltas. Voy a hacer algo más simple para el bien de ambos. Poner una fuga de Bach y lo voy a pensar.