lunes, 10 de noviembre de 2014

El cuarto

Philip Roth

Saul Bellow
Edgar Allan Poe


Fernando Pessoa
Wallace Stevens


Esta noche de trucos, la lluvia, sin encanto, arrimo el ala aguada de un ser echado a su último encuentro con él mismo. Me encaramo por los libros, bajo las voces que temo. Las voces han sido en este cuarto interna vigía al lado de las revistas Crono, el ser de Roth, y una veintena, entre ellos el rostro (Saúl Bellow) que voy perdiendo de mí, inapelable, según envejecen mis padres, según afuera alguna gota rompe contra los metales de las cercas y regresa a ser, por fin, invasión, el flujo de lo incomprensiblemente injusto. Y pauto, cerca, para forjar un temple de una razón que me traiga mañana este mismo sentido entre lomos y polvo. Anoche, no supe la hora cuando Isabel llegó y postrose a mi lado con el rostro, me lo imagino, aferrado a esta memoria de quién he sido, y olvidar así, tan fácil, tal vez -es un gran defecto suyo- aquella conversación con Pessoa, y cómo en dos volúmenes la lluvia filtra, discurre papilas y anagramas, y reguarda las talabarterías que fueron envoltura para no olvidar. Ahora, qué se olvida. Qué hago con estos ratos perdiéndose. Qué hago reuniendo chingaderas y dejando a la tortuga, Brutus, dormida debajo del diván en lo que hojeo sin más el bulto que dejó Wallace Stevens dentro de mi chaqueta de cuero, allá en Paris, aquí debajo, en un insulto donde mis palabras se adentran en el mismo témpano que me persigue desde que leyera a Poe en una cálida noche a los doce años en Santiago de Cuba. Mis camisas, por lo demás, para esta semana están ahí, a mi lado, colgadas contra la puerta del cuarto, y en ellas espera algo parecido a mi cuerpo para llevar a cabo (con cierto estilo de hombre) la misión.   


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