miércoles, 2 de mayo de 2012

Fado (La tristeza que traigo)





(Antes del desayuno)
En la pared el amarillo (ondula) con el desconcierto de vuelta al cuerpo. Hay un lapso de ruidos repenetrados. Agudizo el oído. Las hemorragias de las cerezas bajo el grifo. Te las voy contando. La mañana disimula y se cuela por el visillo un pedazo de lo que hay allá afuera. Y, como no hay novedad, te acuestas enroscada contra la almohada. Y, como callas, lo oigo todo como si fuera un aeropuerto vacío.

(El restaurante)
En el restaurante las cosas ya son más sencillas. Sobre el pan la división de las grasas. El año que fuimos a un sitio lejano y lloraste sin saber por qué. Dijiste De felicidad. Y aquel día mentiste. Luego, cortas el churrasco y, antes de masticar, cierras los ojos con placer . Como cuando se duermen las panteras.

c)
Debajo del semáforo te tomo la mano. Siento una fricción de alto contenido. Tal vez una zona concentrada hecha de esa nata del aire. La acumulación. La polinización. Todo aquello de las pieles invisibles de los deseos que se pudren en uno. La verde y la roja. Un tic tac intermitente en amarillo. Me dices que crucemos y que no entiendes lo que estoy esperando.

d)
Ya, a estas alturas, en mayo los cerezos se enverdecen. La cadera duele menos. La coyuntura del meñique vuelve a su sitio. Es un comentario interior cuando te quiero decir que la luz parece un viejo pedazo de plástico encima de tu cabello. Como no lo puedo decir. Me detengo a contarte, frente a un cerezo, sobre el silencio (tallado) en los patios de Nagasaki.

e)
Te vuelvo a relatar la historia del burro que murió en una ciénaga atacado por los mosquitos. Intento con mis manos señalarme el rostro para comparar con aquello que quedó marcado en su cabeza (belfos, mandíbulas, orejas, hocico), la hinchazón de tres días de muerte, y la insistencia de los mosquitos por succionar sus jugos mortales. Y cómo, cuando lo trajeron para enterrarlo, la gente del pueblo quedó fascinada por aquellos ojos grises tan poco común en los trópicos. 

(El fado)
En la sala. Vuelves de la cocina como si trajeras un cuchillo en la mano. Me recuerdas el añoro que tengo por mi herida. Pones un fado de Mariza antes que la blancura de Lisboa me ataque y cuente mis días hasta el día que por esa herida me llegue mi muerte. La muerte. Me corriges. Te vuelves a enroscar, esta vez en la esquina del sofá, tarareando La tristeza que traigo. 

1 comentario:

Desvalijadas dijo...

Oscar! hace tiempo no pasaba por aquí. eres la descarga incesante. bello lo que escribes, y bella la fidelidad de tu escritura.