sábado, 18 de diciembre de 2010

Alarico II (484-507)

Cómo podría haber sabido hasta que punto era su vista un paradigma.
Toda una vida escudriñó sobre balanzas y códigos la penumbra
De los breviarios.

Tal vez a tientas. El afano puede adquirir en su último día una joroba lunar.
El misterio se descuelga en la silueta que lo liberará. Tal vez.
Y por la zanja veloz del averno, un arroyo hirviente por los ares de Vouillé por fin
Lo alcanza. La luna se apaga. (Así el mango argente de su adusta espada acaricia)

Se ignora (ignoran los textos) cuando besó a Tindigota. Ni donde la besó.
Un displicente “por lo tanto” en la historia nos remite que con ella engendró
Herederos al linaje del mañana. (Vuelve tierno a acariciar la empuñadura)

De piel más fría y corrediza, la mujer de sus hijos: quien, en la alcoba,
Lo amonestara por olvidar dos veces el secreto y el arte que una mujer,
No obstante, pone a su rey puesto. En un alucinante instante, aludió
A una especia más remota que el mismo olvido. Así metió

Sus manos en la oscuridad como el que las mete en grueso aceite
Para rescatar un trozo de carne.

Atrajo su propia semblanza. Y aparecerá por muchos siglos su imagen
Como si estuviera dormido al lado de una tremendísima espada. Para Alarico,
Quedó suspendido el peso de la cabeza de Tindigota sobre su hombro,
Y un candado su boca.

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