martes, 14 de diciembre de 2010

Enrique Morente

Y el 13 de diciembre y 2010 y ya 14

Se me ha muerto Morente. En cuál doble isla volveré a doblarme. Cuál capicúa me dará el velo para que entre el morado de la voz. Yo que entré por Bach en los cantos corales de las audiencias. Yo que todavía puedo sentir en las narices el olor a caoba lisa y el eco en el templo.

Tengo el vaso lleno de un vino oculto. Me tiembla la mano. Hasta aquí el acullá de la voz y el desgarre. El temple, el espacio, su suma de abismos. Se me desangran las lentejuelas y los surcos de la huerta.

Recuerdo cuando se me presentó un policía de Sevilla y me dijo, yo bailo flamenco y no soy maricón. De vino en vino, pusimos el carbón de la falla, donde se entra al dominio del duende. Y me dijo, Morente tiene esa voz del que extrae genes, polainas, el siglo del dolor.

Un apagón de repente. El desierto se ha puesto un caracol en la oreja. Se ha muerto.

Por qué el cuerpo palmotea hasta donde las salinas han puesto la claridad de lo extranjero.

(Se queda como si en un viaje de ida y vuelta se sucedieran varios sin despertarse.)

Y yo a quién escogeré al lado de un whiskey en Knoxville en lo que la cosa se vuelve un hígado de malos entendidos.

Y quién cantará cuando los ángeles se cansen y los novilleros enseñen sus capas sucias.

El flamenco en el palo. Aquellos palos donde la manzanilla es una fresca intervención del infierno.

Pero, quién ha muerto.

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