viernes, 24 de diciembre de 2010

Las ollas de Egipto

24 de diciembre y 2010


Otra vez la gula. Una comezón de innumerables carnes. Cortes y cortes ensamblados hasta el tope en las mesas, en los cuartos, en la mesita de noche, dentro de los armarios. Tanta carne que hay que abrir todas las puertas y ventanas. Hay que enfriar todo este espacio para que la gusanera no comience su encomienda. Una vez que aparece el primer gusano, parece que el rumor de la descomposición se desata en una incontenible imaginación.


Pero, a tanta carne, hay que darle fuego. Todos sudan. Se les hinchan los rostros. Esperan con el goce en el esmalte de los dientes. Parecen brillar por sí mismos. Repellan las paredes del estómago con vinos y rones, trozos de quesos y embutidos de oscuros pellejos. La anticipación se levanta en las grasas. Se mete en los tejidos y las paredes, recorre las calles como alisios. Ese olor como un terror.


Los romanos lo practicaban en sus sitios. Debajo de las murallas, los soldados asaban vacas enormes. A la vaca le metían adentro un ternero. Al ternero le metían un lechón. Al lechón le metían un cordero. Al cordero el perrito de mi vecina. Al perrito de mi vecina le metían una oca enana. A la oca enana un pollo Perdue. Al pollo Perdue le metían una perdiz de Toledo. A la perdiz de Toledo le metían un huevo de ganso.


Algunos, retorcidos por el dolor, se tiraban de las murallas. Está de más decir que, en la historia, el aroma ha matado a más de uno.


Los romanos hubieran metido adentro de la vaca a Lady Gaga. Y con qué la hubieran rellenado. Después de todo, no es el hombre un animal limpio y sin pezuñas.


Cómo es posible que se desperdicie tanta carne.

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